Javier Ceballos Jiménez: 2 x 1 Fernando Arrabal: El cementerio de automóviles / El Arquitecto y el Emperador de Asiria

Idioma original: castellano
Año de publicación: 1957/1966
Valoración: Recomendable (pero con mente abierta)

Cuando hace un tiempo rescatamos para el blog a Fernando Arrabal, fue a través de La torre herida por el rayo, una novela aceptable, aun con sus sombras. Por allí encontrábamos algunas de las obsesiones del autor melillense, y hubo comentarios que reclamaron alguna reseña de su obra dramática, el género por el que Arrabal ha recibido mayores reconocimientos. Bien, pues aquí tenemos ración doble, con dos de sus obras más sobresalientes y, claro está, con aquellas obsesiones vibrando en primerísimo plano, de forma audaz y descarnada.

El cementerio de automóviles

El escenario es justamente eso, un cementerio de automóviles en los que habitan diversos individuos a los que apenas vemos, semiocultos tras burdas cortinas. Además de los vehículos de primera fila, en donde se desarrollará la acción, la perspectiva permite observar una enorme acumulación de automóviles viejos que se extienden sobre el horizonte, igualmente habitados. La sociedad del desguace podría ser la primera metáfora. En uno de los coches reside Milos, una especie de mayordomo que con ridícula reverencia intenta complacer a los vecinos, incluyendo a su propia esposa Dila en el catálogo de ciertos servicios. A esta especie de población llega un trío de músicos encabezado por Emanu, trompetista que se esfuerza por hacer agradable la vida a los pobres. Emanu, de alguna manera protagonista, es vulnerable e imperfecto, intenta también gozar de los favores de Dila, y resulta perseguido por la Policía y traicionado por sus compañeros. Todo ello –entre otras muchas cosas- mientras la pareja que forman Lasca y Tiosido cruzan constantemente el escenario intentando batir un récord absurdo, y los habitantes de los automóviles escrutan con descaro cada uno de los varios encuentros sexuales que se intuyen entre las sombras.

Como es evidente, la figura de Emanu es, más que una caricatura, una especie de imagen alterada de Jesucristo (una de las debilidades de Arrabal), un mesías de objetivos modestos, empequeñecido e ingenuo. El análisis de las analogías evangélicas –a veces puede que demasiado explícitas- daría para mucho más de lo que aquí nos interesa, pero no es en absoluto el único punto interesante de la obra. Empezando porque el propio trío de músicos, aunque con la narrativa de Jesús, Pedro y Judas, tiene los rasgos, por actitud y ademanes, de los Hermanos Marx (mudo incluído). A su vez, las dos parejas aportan caracteres originales y en alguna medida paralelos, porque en ambos casos se dan inversiones de la personalidad, entre la dominación y la sumisión, que descolocan al lector-espectador y le ponen sobre aviso de que o bien no todo es lo que parece, o bien no lo es siempre. Todo ello empapado en el humor irreverente y disparatado que oscila entre el esperpento y Dadá.

Si a esta colección de elementos tan poco convencionales le añadimos el escenario, tenemos completa la muy rompedora imagen que nos deja la propuesta de Arrabal. Aunque desconozco si la puesta en escena ha seguido este patrón cuando la obra se ha representado, en principio estaba previsto que los espectadores ocupasen el centro de la acción, rodeados por los vehículos achatarrados y sus extraños ocupantes. Es una forma de integrar al público en la historia, de que sienta que forma parte de esa sociedad absurdamente putrefacta, una técnica que aproxima la obra al Teatro de la Crueldad de Artaud, aunque en otros aspectos la relación resulte mucho menos visible.

El Arquitecto y el Emperador de Asiria

Si en El Cementerio aún encontrábamos algo parecido a un argumento lineal, en El Arquitecto se puede decir que hasta eso desaparece. Unos años más tarde, Arrabal es un autor más maduro y, lejos de aburguesarse, su osadía aumenta y apura el resultado buscando el límite. Los dos actos se distribuyen en cuadros de duración completamente irregular, en ocasiones con algunos elementos cinematográficos, se introducen largos monólogos y los personajes se reducen a dos. Aunque se desdoblarán, jugando con la voz y el gesto, pero también con el disfraz, intercambiarán (también aquí) sus personalidades y hasta se comerá uno al otro, literalmente. El Arquitecto es una obra teatral con todas las mayúsculas, que deja ver máscaras y ritmos de los clásicos griegos, desgarro y burla, algo menos de esperpento que El cementerio, puede que algo más de Pánico, una pizca de surrealismo y ciertas dosis del absurdo de Beckett y Ionesco, una mezcla bastante salvaje, cruda, sin concesiones, en la que naturalmente no faltan los habituales espectros de don Fernando: el sexo en sus diferentes variantes (de género, de parentesco, de pago), la mística (ahora asociada a la pureza) y desde luego la religión, reconvertida en una búsqueda un poco desesperada, loca, pero con sesgo lúdico: el Emperador apostando la existencia de Dios a una agónica partida de pinball.

Vale, vale, que hay que contar algo acerca de lo que se cuece entre estos dos personajes, que si no la reseña queda un poco como mustia. Bien, pues el Arquitecto es el único habitante de una isla, se podría decir que es modelo de inocencia y cualidades naturales, y ha perdido hasta el lenguaje de los humanos. Por allí aparece el Emperador, superviviente de un accidente aéreo y representante genuino de la civilización. El Emperador irá instruyendo a su anfitrión, y entre ellos surge una relación equívoca en la que irrumpen el miedo y la dependencia. Pero entre los juegos que improvisan ambos irán brotando diversos demonios, como la relación del Emperador con la Madre, que se dilucida en un juicio delirante. En ese mundo que hace equilibrios al borde del subconsciente, entre flashes impactantes y algunos trances más aburridos, encontramos el estremecedor monólogo del segundo acto, larguísimo, denso, a veces emocionante, todo un reto para el actor.

Desde que una obra se publica (y en este caso, también, se representa) digamos que el usufructo pertenece ya al lector (o espectador). Todos los niveles de lectura son igualmente legítimos, en nuestro caso empezando por supuesto por la muy sesuda (muy Cátedra) de Diana Taylor, en clave mítica, profundizando en los distintos significados de personajes y situaciones. Pero en mi opinión, que no deja de ser la de un profano, en una obra como estas que comentamos, todo provocación, agitación de conciencias, es preferible no enredarse en buscarle la lógica a cada cosa, simplemente porque quizá muchas de ellas no la tienen, que eso es también parte del juego. Es mejor dejarse empapar por lo leído o visto, llenarse con las impresiones que nos llegan y dejarlas reposar. Una vez asimilado el impacto y asumida una sensación global es cuando podemos ir desgranando detalles, buscando símbolos o respuestas al por qué se nos han contado determinadas cosas, o por qué se han representado de determinada forma. Es una especie de ejercicio de ósmosis unilateral que evita la sensación, enojosa y posiblemente inútil, de perderse en los detalles, y hace posible asimilar la obra en su conjunto, como una unidad, que es seguramente lo que el autor perseguía. Es en mi opinión un ejercicio saludable para incorporar la obra a nuestra experiencia como lectores o espectadores. Si queremos, claro.

Otras obras de Fernando Arrabal en ULAD: La torre herida por el rayo



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