Javier Ceballos Jiménez: Zoom: El gato negro, de Edgar Allan Poe

Idioma original: inglés
Título original: The Black Cat
Año de publicación: 1843
Valoración: Recomendable

No creo desvelar nada nuevo si digo que la literatura de terror no se encuentra precisamente en mi zona de confort, y por tanto quizá no me es fácil apreciarla debidamente. De Edgar Allan Poe había leído algunas cosas anteriores, creo que Los crímenes de la calle Morgue, Los hechos del caso de M. Valdemar y puede que alguna más. Los relatos de Poe son tan conocidos y se han prodigado de tantas maneras que seguramente conocemos muchos de ellos, por leídos o vistos en alguno de sus formatos, sin conciencia de quién es su autor. 

El gato negro es un relato muy breve, que reúne pequeñas gotas de distintos subgéneros, el terror psicológico, la intriga policial, el rollo sobrenatural, hasta algo de gore. El protagonista es un tipo de natural apacible que sufre una transformación brutal empujado por el alcohol, probablemente acompañado de algunas otras circunstancias. El desequilibrio de este sujeto está espléndidamente presentado, narrado en primera persona sin muchos detalles, los suficientes para resultar estremecedor. Y el gato, claro, el gato negro, uno de esos animales llamados a materializar el misterio, la encarnación de fuerzas oscuras, el mal en su forma más refinada. Nada que ver con el inocente pangolín, ya ven ustedes.

La atmósfera de desasosiego se introduce en el lector desde el principio, y sabemos que ocurrirá algo horrible, pero Poe evita que podamos intuir qué es, incrementa la tensión sin dar ninguna pista, porque se reserva  con celo las escenas de mayor desgarro. El resultado es una cierta desazón, el cóctel entre la certeza de la catástrofe y la incertidumbre sobre su naturaleza. 

La deriva psicológica del protagonista es el combustible de la tragedia. Él lo cuenta, apesadumbrado, sí, pero con la pausa y la frialdad necesarias para transmitir fielmente el proceso. Aparte de este personaje, sólo el gato tiene entidad para ocupar parte de la escena, lo demás es por completo secundario, casi inexistente, incluida la esposa del protagonista, limitada a ser objeto, no sujeto, de la acción. Esta concentración de figuras –el actor único y el gato antagonista- hace más claustrofóbico el desarrollo de la narración, como si nada importase al margen de ellas dos, un extraño combate exclusivo entre la furia humana y un poder misterioso, posiblemente maligno, no está claro.

Es indudable que Poe tiene un instinto especial para narrar este tipo de historias. Dosifica los elementos, los mezcla y alterna según los tiempos, el lenguaje no interfiere en la misión (esa sobrecarga de adjetivos que acompaña a Lovecraft, por ejemplo) y resulta moderno, limpio, eficaz. Un puñado de páginas que se leen sin sentir pero que dejan una incomodidad, la sensación de habernos movido por atmósferas insanas, de haber asistido a la eclosión de la maldad, al imperio de la violencia, la sinrazón, la venganza. Quizá hasta alguna forma de justicia ciega.

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