Javier Ceballos Jiménez: Eduardo Lalo: Simone

Idioma original: español
Título original: Simone
Año de publicación: 2011
Valoración: muy recomendable

Hay novelas que pasan desapercibidas entre la gran marea de novedades que inunda el mercado continuamente y hay autores que pasan totalmente inadvertidos en los “circuitos habituales” desde donde se lanzan las promociones. Pero, por suerte, existen otros canales, otras vías a partir de las cuales informarse, y son los blogs, pero, no únicamente por parte de lo aportado por los reseñistas, sino también por los que comentáis las entradas. Y esta reseña se debe a uno de estos casos.

El relato empieza fuerte, narrando en primera persona la desolación de un ser solitario, el protagonista absoluto de la historia, alguien a quien la vida nada ya le depara ni él espera poder ofrecerle algo a ella. Pocas páginas bastan para expresar esa sensación, ese pesar, y el autor lo pone en boca de su personaje afirmando que «he sabido aguantar sin derrumbarme. Poco más he sabido hacer. Para eso sirve escribir o leer...». De esta manera el autor muestra su pesar a la vez que pone la escritura en primer plano, ocupando un lugar central en el relato también al afirmar que «ahora sé que luchar y escribir es lo mismo, haya o no algo contra lo cual hacerlo». Así, ya en las primeras páginas el autor reivindica la importancia de la literatura, el poder que tienen las palabras como vehículo, como canal a través del cual, no únicamente expresar sensaciones sino también utilizarlas como herramienta, como arma mediante la cual luchar contra el mundo, o incluso contra uno mismo. En estas potentes frases encontramos dos de los tres ejes principales sobre los que gira la historia: el derrotismo y la literatura; el tercer eje será una mujer, con el que se completa el potente triángulo sobre el cuál tejer esta magnífica obra.

Así, a través de esas palabras, nos habla del desánimo, un desánimo arraigado y vinculado a la ciudad de San Juan en Puerto Rico, su ciudad, una ciudad que es inherente a la propia obra de Eduardo Lalo, que se empapa de ella estrechamente en una simbiosis anímica (de un modo similar al que liga la escritura de Cărtărescu con Bucarest o a Sönmez con Estambul), formando el escenario en el que se desarrolla la historia; una ciudad a la que se siente arraigado, pero que se encuentra en cierta decadencia, que ya no deslumbra, que pierde magnetismo y fuerza, y que le acompaña en el desánimo que arrastra en la narración, una desazón que muestra al afirmar «levantarme, ver y oír la ciudad. Pensar que he echado a perder mi vida aquí y que ya es muy tarde. Pensar que hubiera podido ser igual en cualquier sitio, pero que no importa, que hubiera preferido cualquier otro sitio».

De esta manera, rodeado de su soledad, el protagonista ve y recuerda, contempla y atisba una sociedad de la que se siente ajeno, y desde esa distancia nutre la narración de frases de libros que lee y de conversaciones con amigos que le aportan motivos para reflexionar sobre sus días, sobre San Juan, sobre su pasado irreemplazable y su futuro casi escrito. El autor habla de las reflexiones que le inundan su pensamiento mientras observa escenas cotidianas de sus gentes y costumbres, una manera de pensar y actuar de la que se siente extraño y ajeno, como un cuerpo extraño en un mundo que le parece distante y distinto, buscando en él referencias que le vinculen sin acercarse demasiado a comportamientos que no comparte, o incluso que no entiende. Lalo parte del retrato de esas vidas casi anónimas, aunque no muy distintas de la suya, y se cuestiona, de manera elocuente y certera, que «¿Cuántos años en esta ciudad viendo cómo las historias de otros sirven para hilvanar la mía?». Así, narra su día a día en San Juan, una ciudad de la que afirma que «a ningún dueño de la ciudad, a ninguno de sus alcaldes, les importa la ciudad como a mí me ha importado, porque yo sé que no tengo salida, que nunca me podré ir de aquí. Ni el exilio me libraría de la ciudad. Sencillamente sufriría dos veces: por la ciudad y por estar lejos de ella». La potencia del estilo de Eduardo Lalo, su escritura, su pasión y admiración por ella sobrevuelan la narración añadiendo una capa de romanticismo al poder de las letras y, en esa reflexión sobre la ciudad, ambas esferas se mezclan hasta afirmar que «otros las fundan, las construyen y dominan, pero que los escritores son los que inventan las ciudades».

De esta manera, la desesperanza y la pesadumbre son una constante a lo largo del relato, en una narración en primera persona que no deja lugar a la distancia. La ciudad se hace infinita y eternamente interminable, afirmado que «Recorrí la ciudad bajo la llovizna. (…) Sobre esas cintas de pavimento había vivido la ilusión y la desesperanza, pero la edad hacía que ya todo fuera un exceso». Y, en ese estado contemplativo y apesadumbrado, el protagonista recibe una serie de mensajes que le intrigan y le turban, pues parecen apuntar directamente a sus inquietudes, unos mensajes que «era indudable que daban suficientemente en el blanco, como para que su sucesión se estuviera convirtiendo en una especie de cadena fabulosa, cuya magia estaba precisamente en que trascendía la noción habitual de la escritura y lectura de un texto». La sombra de una mujer que le persigue, enviándole anónimos de citas literarias que inducen a las de verdad, ocupando su mente de posibles y dudas, de desconfianza, miedo, temor y deseo despertando un misterio, una magia, que intriga al protagonista hasta el punto de ansiar llegar a dar con la autora de tales mensajes.

Con estas reflexiones llegamos a la mitad del libro, y a partir de aquí el libro cambia parcialmente de registro, decantándose decididamente hacia la parte sentimental, hacia la relación con la mujer misteriosa que le plantea dudas e inquietudes, arrastrando su vida y adaptándola a una existencia no compuesta únicamente por uno mismo. Una vida deseada de manera en gran parte irracional, situándola por encima de lo que la realidad aseguraba, una vida en la que «era como si supiéramos que el fin ya convivía con nosotros y que había que luchar por retardarlo». Así irrumpe el tercer eje de la historia, ese tercer eje que nos sitúa también en las contradicciones y ambigüedades de las relaciones complejas, por la situación o por voluntad, por la inseguridad hacia nosotros mismos y que proyectamos hacia los demás, o hacia la propia relación.

Pero como no hay obra perfecta, y a pesar de la profundidad emocional hábilmente narrada por Lalo que desborda talento al hablar sobre la soledad y las relaciones, lamentablemente en su tramo final se va por ciertos derroteros reivindicativos de la literatura portorriqueña y cubana que, a pesar de contener probablemente aciertos y abrir interesantes debates (que quizá merecerían ser tratados en un libro aparte o quizá un ensayo), diluyen en parte la trama principal y abren un abanico de reflexiones desligadas del desarrollo de un relato que merecía que se centrara únicamente sobre los temas con los que se inició: el de la soledad, el de las relaciones, el de la pasión e incertezas. El de la vida.

En cualquier caso, este pequeño apunte no debería empañar ni un solo momento la recomendación absoluta a la lectura del libro porque el relato que ha escrito Eduardo Lalo es de una potencia narrativa evidente y de una gran calidad literaria que deja profundas reflexiones y frases para el recuerdo y, a pesar de cierto desvío final, en el que irrumpen las ansias (justificadas) de querer reivindicar la literatura de su tierra, bien vale dedicarle una lectura en el escaso tiempo del que gozan nuestras limitadas vidas. Hay pocos autores que sepan transmitir tanto, que expresen tanta potencia en sus frases, que impregnen de tanta carga sus páginas; cuando das con ellos vale la pena decirlo y celebrarlo, y seguir explorando la totalidad de su obra para poder disfrutar de la literatura que, como el sugiere el propio autor, ocupa una parte central también de nuestra vida.


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