Javier Ceballos Jiménez: Gustavo Adolfo Bécquer: Leyendas

Idioma original: castellano
Año de publicación: 1858-1865
Valoración: Está bien

Si hablamos de Gustavo Adolfo Bécquer seguramente lo primero que nos viene a la cabeza son las famosas Rimas, ya saben, todo eso del ‘salón en el ángulo oscuro’, ‘volverán las oscuras golondrinas’ o ‘¿Qué es poesía?', etc. etc. O sea, ese romanticismo tardío que tanto éxito ha tenido durante más de un siglo, ideal para corazones inflamados (o desolados) y pasiones más o menos adolescentes o maduras, según se mire. Esta vertiente es la que sin duda ha triunfado, quizá por reflejar sentimientos tan ardientes y comunes, con su puntito de cursilería, y ha relegado a un nivel mucho menos popular el resto de elementos que en Europa conformaban esa literatura romántica, de los que el autor sevillano también se sirvió. Para hacerlos visibles está aquí, cómo no, Un Libro Al Día.

Como decía, bastante menos conocidas que sus Rimas, Gustavo Adolfo escribió también las Leyendas, una colección de unos veinte relatos breves, publicados en vida del autor, en los que efectivamente asoman muchos o casi todos los rasgos de esa corriente creativa: el misterio y lo sobrenatural, préstamos de culturas orientales, medievalismo, la muerte y los sueños… y, cómo no, la belleza femenina, la pasión y el amor.

Todos estos elementos se combinan en distintas proporciones a lo largo de los textos, que ofrecen diferentes tonos y perspectivas. Los misterios de mundos soñados, de seres o presencias incorpóreas se funden a veces con la naturaleza, a veces con divinidades exóticas o locales. Es llamativa la presencia de la cultura india (o más bien hindú), que pocos lectores (entre los que desde luego no me cuento) hubieran sospechado en Bécquer. Vemos por ahí a Brahma, Shiva y Vishnú como figuras clave de varios relatos, quizá viejas leyendas reconstruidas por el autor sevillano. Son algunos de los de mayor exuberancia descriptiva y se ve en ellos la voluntad de recrear las tonalidades orientales tan poco conocidas y por eso mismo tan atrayentes para los autores de la época. (Como inciso, la lectura de esos relatos asiáticos me trajo a la memoria aquellos Cuentos indios que Mallarmé también recuperó para occidente: buf, qué tratamiento tan absolutamente diferente y hasta contrapuesto le dieron los dos poetas a sus importaciones. Pero bueno, no perdamos el hilo).

Pero efectivamente también la religión católica tiene una presencia decisiva, lo que ya es algo bastante más infrecuente en la literatura romántica, y de alguna manera otorga a las Leyendas una seña de identidad digamos nacional. Lugares de culto e imaginería prestan su potencia espiritual a historias de extraños fenómenos, casi siempre determinados por la pugna entre el Bien y el Mal, y se hace patente el magnetismo de los ritos o las figuras santas. La iglesia (edificio) atesora secretos y fuerzas insospechados que solo se dejan sentir con todo su poder cuando el Maligno asoma, o cuando es obligado el triunfo de la justicia.

A veces la fantasía de Bécquer sorprende con un carácter volcánico que amenaza desbordarse sin un rumbo concreto, como cuando confiesa al principio de Los ojos verdes: ‘Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título’. Un rapto de espontaneidad que desgraciadamente se repite poco, porque en demasiados casos el estilo poético estalla y penetra sin remedio en los relatos, lo que hará las delicias de algunos lectores, pero a partir de ciertas dimensiones esa voluptuosidad representa un problema, no solo porque el ritmo se hace moroso en extremo, sino porque el aparato estético ahoga la narración y la reduce a muy poca cosa. Es la tasa que paga Bécquer por adentrarse en un terreno menos propicio a sus efusiones, aunque ciertamente no todos los textos llevan la misma carga. En mi opinión –lector del siglo XXI, claro está- cuando consigue dominar esa corriente, los relatos más contenidos son justamente los mejores: La cruz del diablo, Maese Pérez, el organista y El rayo de luna, por este orden. Y, ya puestos, añadiría por su originalidad y frescura el cuento indio La creación.

Un cierto tono ingenuo, textos en general bastante similares y, sobre todo, muchas y muy profusas descripciones, que ya sabemos que es un rasgo muy decimonónico, y al final es posible que todo esto nos conduzca a un debate eterno: ¿son libros que envejecen mal? ¿pesa demasiado la subjetividad del lector actual, con todos sus condicionantes, a la hora de valorar algo escrito más allá de las últimas cinco o seis décadas? No apreciamos apenas, o directamente nos estorban, las florituras que tanto arrebataban a nuestros antepasados. No nos espantan ni nos emocionan ni nos sorprenden igual la sangre, los misterios o los fenómenos inexplicables. Hemos visto, leído y escuchado tanto que pocas cosas nos conmueven como antes. Y aun así, aunque quizá no seamos capaces de apreciar esas obras vetustas, sigo creyendo que es muy conveniente que las conozcamos.

También de Gustavo Adolfo Bécquer en ULAD: Desde mi celda




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