Javier Ceballos Jiménez: Andrea Abreu: Panza de burro

Idioma original: español (canario)
Año de publicación: 2020
Valoración: Muy recomendable

Si despojásemos a Panza de burro de su ropaje de palabras (como si eso fuera posible) y la dejásemos en el esqueleto narrativo desnudo, correríamos el riesgo de minusvalorar esta novela. Decir, por ejemplo, que en realidad no cuenta casi nada: las pequeñas aventuras cotidianas de dos amigas (la narradora, de nombre desconocido, e Isora), en un barrio rural del norte de la isla de Tenerife a lo largo de un verano. Podríamos comparar la relación entre las dos amigas (una, la narradora, más tímida y parada; la otra, Isora, un torrente de energía y voluntad aunque con una corriente profunda de rebeldía y tristeza) con la creada por Elena Ferrante en su serie de novelas Dos amigas, por ejemplo; podríamos recordar otras muchas obras, películas o series que se desarrollan a lo largo de un verano y terminan cuando llega septiembre, u otras muchísimas que describen el final de la infancia, la pérdida de la inocencia, el despertar a la complejidad del mundo y a la sexualidad. Incluso podríamos hacer una referencia al (neo-)realismo o al naturalismo por el retrato del ambiente de pobreza en que se mueven los personajes, cierta tendencia a lo escatológico, o incluso por la reproducción del lenguaje coloquial y vulgar.

Pero nada de esto valdría de nada, porque, claro, es imposible e inútil separar una obra de su ropaje de palabras, y porque a partir de esos mimbres conocidos, Panza de burro se eleva (más allá de esas nubes bajas que aplastan a los personajes, se podría decir) hasta convertirse en una novela especial, cargada de belleza y sensibilidad, y sobre todo escrita con una voz narrativa particular y propia, brillante y luminosa.

Lo primero es la sensibilidad con la que el libro está escrito: resulta conmovedora la capacidad para crear poesía hasta en medio de, literalmente, la mierda; para indagar con delicadeza pero sin eufemismos en los pliegues de una amistad compleja y desigual, en el despertar a la sexualidad de las protagonistas (el deseo, la masturbación, las primeras experiencias compartidas) o en las desigualdades económicas y sociales del barrio y de la isla (el Sur como Eldorado al que vienen los turistas a dejar dinero y trabajo, las casas rurales para "estraneros"). Algunos capítulos de la novela, como "comerme a Isora" o "lo último que le queda a una" son pura poesía desatada, aunque en prosa; pero la misma poesía, mezclada con el humor y con la narración cruda aparece en todos los capítulos y en todas las frases del libro.

Solo un pequeño fragmento para dar idea del tono y el lenguaje del libro:
Doña Carmen, usté hace la sopa magi, la de sobre?, le dijo Isora a la vieja. No, miniña, por qué? Dice mi abuela que la sopa magi es sopa de putas. Ah miniña, pues no sé. Yo la sopa que hago la hago de las gallinas que yo tengo. Doña Carmen estaba virada de la cabeza pero era buena. Casi todo el mundo la despreciaba, porque, como decía la abuela, tenía cosas de guárdame un cachorro. Doña Carmen se olvidaba de casi todas las cosas, pasaba largas horas caminando y repitiendo rezados que nadie conocía, tenía un perro con los dientes de abajo salidos pafuera, salidos pafuera como los de un camello. Perro sato, perro sata, jala y que te cargue el diablo, le decía. A veces le posaba la mano sobre la cabeza con cariño, otras le gritaba juite, perro, juite, perro del demonio. Doña Carmen lo olvidaba casi todo pero era una mujer generosa. Le gustaba que Isora la visitara.
Y luego, el aspecto más comentado sobre la novela, su lenguaje, o mejor, su lengua, su dialecto, su habla: el español de Canarias, del norte de Tenerife, de dos niñas millenials que viven en un barrio del norte de Tenerife. Una voz libre, fresca y creíble que escribe como habla, con una oralidad que no suena impostada o artificial, que se nutre de la onomatopeya, del localismo, de las deformaciones fonéticas ("Sinson" por "Simpson", "méssinye" por "Messenger"), de los préstamos del inglés como shit o bitch, o de referencias culturales como las telenovelas, Corazón corazón o el grupo Aventura (que yo, como buen abuelete desfasado, no conocía). Es un lenguaje crudo y de apariencia espontánea (que sin duda tiene una buena carga de trabajo detrás), pero de una belleza y una fuerza innegables. Una voz tan original que a mí, como a la editora Sabina Urraca, también me ha dado envidia al leerla: me gustaría saber escribir así.

Otro fragmento, del capítulo "comerme a isora":
isora tenía los ojos verdes como un verdino verde como una mosca en agosto sobre el bocadillo de salpicón de atún en la playa de teno como una botella de vino vaciada la abuela de isora se enfadaba y le decía te vacio por dentro te vacio hoy bebo sangre tuya cachoputa isora tenía las tetas redondas y se le reventaron como la tierra cuando escupe una flor que primero pequeño luego grande la tierra de su pecho seca luego estrías la teta no le cabía en la piel y lloraba isora tenía pelos en el pepe y a veces se los afeitaba todos hasta el güeco del culo y le picaba el culo isora tenía un pelo negro tieso tupido como el cespe de mentira de las casas rurales en el pepe el pelo de isora olía a molino de gofio a almendras tostadas a pan bizcochado ver a isora llegar me hacía sentir tranquila como cuando escuchba el potaje hirviendo a las doce y media [...]


Como la propia autora ha dicho en algunas entrevistas, escoger esta voz también es un acto político, quizás no tan explosivo o tan corrosivo como las novelas y las entrevistas de Cristina Morales, pero también decidido y reflexionado: escribir desde el margen, desde fuera de lo canónico o lo estandarizado; desde la periferia de una periferia: no solo afincando la voz en las Islas Canarias, siempre fuera de todos los mapas, sino desde un barrio rural y pobre en una colina alejada de los centros turísticos del Sur de Tenerife. También es política la forma como se presenta la presión que se ejerce sobre las dos chicas (y también sobre chicos que no se adecúan a lo esperable de su género, como es el caso de Juanita Banana), para que adapten y modifiquen su lenguaje, su comportamiento y su cuerpo para ser aceptadas. No es casualidad que comer, cagar y vomitar ocupen tanto espacio en el texto: las niñas piensan constantemente en lo que comen, y en lo que evacúan (por un lado o por otro), y en cómo eso afecta a su imagen y a su encaje en la familia y en la sociedad.

Ahora que se recrudece la polémica porque a los actores andaluces o canarios les piden (exigen) que oculten su acento, pienso que en la literatura española, de formas más sutiles, también los escritores en general han (hemos) borrado nuestros acentos, no solo en sentido geográfico / dialectal, sino en un sentido más general. Escribimos como si nuestros padres o nuestros profesores nos mirasen por encima del hombro, haciendo tschk, tschk, tschk con la lengua cuando nos salimos del renglón. Hemos aprendido, con el peso insistente de la tradición y de la crítica, lo que significa "escribir bien" (usar muchos adjetivos, una cierta distancia irónica, frases con muchas subordinadas, yo qué sé) y ahora todos "escribimos bien" (unos más que otros, claro), y es raro encontrar quien se salga del patrón o, mejor, quien mande el patrón a tomar viento y escriba como si no existieran ni la tradición ni la crítica.

No me extraña por eso que los referentes que Andrea Abreu menciona sean latinoamericanos (Rita Indiana, Pilar Quintana, María Fernanda Ampuero, Aurora Venturini, Leila Guerriero), todas ellas escritoras: no solo por la posición geopolítica y geocultural de Canarias como puente entre España e Hispanoamérica, sino también porque la tradición literaria hispanoamericana han experimentado mucho más con las voces y las lenguas que componen el lenguaje oral del continente (mientras leía Panza de burro me acordaba por ejemplo Junot Díaz y su Oscar Wao); y porque las mujeres, tantas veces subordinadas o subalternizadas en el canon y la historia literaria, también han tenido que encontrar una voz propia, que no clonase la voz que los escritores hombres, y los críticos hombres, decían que era la forma correcta de escribir. (Recuerdo una reflexión de Aixa de la Cruz en este sentido en Cambiar de idea, que espero no estar malinterpretando).

Eso es lo que ha hecho Andrea Abreu en Panza de burro: borrar o ignorar la forma como se debe escribir literatura española, y escribir como si la lengua hubiera nacido ayer y estuviera todo por descubrir y por escribir. Como si no hubiera nadie mirando por encima del hombro. Por eso he disfrutado con su lectura como si estuviera descubriendo un lenguaje nuevo (y quizás es eso exactamente lo que estaba pasando). Porque es diferente, y rompe y refresca. Y porque da envidia y ganas de escribir.


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